Para los que hayan leído los interesantes comentarios de Jesús a la entrada anterior, decirles que aquí viene la respuesta. Para los que no, rogarles que abandonen ahora mismo la lectura de este post y lean los textos que Jesús ha mandado.
Así que, Jesús, ahora te hablo a ti:
Por lo que afirmas de los Kitavas y los boniatos, precisamente estos tubérculos tienen un (paradójico) bajo índice glucémico, pese a que el hecho de se una patata y encima dulce nos invite a pensar lo contrario.
De lo que dices que las dietas de bajo índice glucémico han sido rebatidas científicamente, no estoy de acuerdo: probablemente, en esto también, haya artículos en todos los sentidos.
Ahora bien, el núcleo de tu discurso está (y en esto coincido contigo) en que hay algo que se nos escapa y que ese algo puede guardar estrecha relación con el creciente procesamiento industrial del alimento. ¡Pero si esa es una de las bases sobre las que se asienta la hipótesis glucémico-insulinémica!
En efecto, más allá que el perfil insulinémico que pueda tener un producto como la miel, la mayor parte de los productos "peligrosos" para este planteamiento se dan, precisamente, en aquellos que han sufrido una más intensa transformación industrial.
Y esa transformación, como bien dices, suele ir de la mano de glutamatos e inosinatos como potenciadores del sabor, siropes de fructosa como edulcorante más barato que el azúcar (ya industrial de por sí, y ya sustitutivo del producto natural que es la miel), aceites de semillas como fuente de grasas a bajo precio y soja, igualmente, como suministrador barato de proteína. A todo ello hay que sumarle la eterna tentación de la facilidad, que suele saldarse con una transformación de la estructura del alimento: zumos ya dispuestos -o preparados sustitutivos del zumo- en lugar de la pieza de fruta, purés y otras elaboraciones de la patata en lugar del tubérculo, etc.
En definitiva, tenemos un producto, que, bajo diversas apariencias, viene muy bien para alimentar a "las masas": glúcidos, lípidos y proteínas baratos, aderezados con potenciadores del sabor ad hoc: un cóctel explosivo. Y todo fácil: fácil de comer, fácil de comprar, fácil de preparar, fácil de digerir.
No es por tanto de extrañar que esas poblaciones, ya por selección económica, ya por selección sociocultural, que se ven abocadas al consumo masivo de este tipo de productos sean las que están padeciendo de una forma extraordinaria el azote de esta plaga.
El joven y rompedor economista indio Raj Patel ha afirmado que "los ricos se enriquecen engordando a los pobres", muy en la línea de estos comentarios que nos estamos cruzando.
Desde un punto de vista económico, me he planteado alguna vez si la acción de estas compañías podría incluirse bajo el epígrafe de “externalidades negativas”. Para los menos versados en Economía, explicar que una externalidad negativa es una consecuencia indeseable que no participantes en un mercado sufren por un mal funcionamiento del mismo. Así, una fábrica de mesas que vierte sus desechos al río está afectando a personas que ni compran ni venden mesas, pero que padecen la polución ocasionada. Más allá del hecho moral, que alguien que no participa en el negocio se vea perjudicado por alguno de sus efectos, la externalidad supone, en la línea que apuntas, una “intoxicación” del mercado que hace que los compradores premien al vicioso en lugar de al virtuoso. En el caso de las mesas, una fábrica que monte los mismos muebles que la anterior, pero que se preocupe por depurar sus residuos en lugar de abandonarlos, experimentará un mayor coste; cuando el comprador llegue al comercio, verá dos mesas iguales, pero a distinto precio: la contaminante será más barata; la producida escrupulosamente aparecerá, por contra, como más cara. Indefectiblemente, el consumidor comprará la más barata –ya que el producto final es el mismo- y premiará al “malo”.
Con los alimentos puede pasar algo parecido. Independientemente del efecto que causan en el consumidor, irrogan al sistema sanitario unos gastos elevadísimos. Como el juicio normal va a llevar al consumidor a elegir el alimento no conveniente, por su palatabilidad fácil o primaria, por su cómoda presentación, su atractivo envase y su competitivo precio, estos alimentos desplazan cada vez más en las cestas de la compra a las lentejas y las cebolletas, tan poco atractivas y que requieren de “tanto” esfuerzo hasta llegar a ser comestibles.
¿Solución que tiene esto? Pues como en otros casos de externalidades negativas, tal vez haya que plantearse un impuesto pigoviano que desincentive el consumo de estos productos y, por tanto, invite al productor a seleccionar carnes en lugar de sojas, azúcar o miel en lugar de siropes y aceite de oliva en lugar de girasol. Ahora bien, ¿habría suficientes recursos de esta calidad a unos precios “razonables”?
Probablemente, mucho gestor, tanto público como privado, se escandalizaría de la propuesta. No comparto contigo el enfoque que parece subyacer a tu exposición de que lo público es desinteresado y beatífico, contra el interés material (y añado yo, cortoplacista) de lo privado. En muchos países, por ejemplo los USA, han sido las autoridades públicas las primeras en llevar a la población por este camino. Pero no solo los estadounidenses cuecen este tipo de habas: no es tan difícil hacer que un político trabaje para una industria, ya que basta con ponerle un sueldo, como mucho; a veces ni eso. Ahí tienes "defensores de lo público" en la OMS y en las administraciones, española entre otras, ejecutando campañas de márketing y comprando con dinero público a precio de oro (de oportunidad perentoria, claro) millones de vacunas de la gripe de la moda.
Bueno, no sé si nos hemos metido en bastantes charcos como para cerrar el post. Quedo a la espera...